Hace unos años, fruto de la casualidad o de los tiempos, distintos empresarios, no sé si en algunos casos coincidentes, empezaron a inaugurar en mi ciudad bares con nombres de arquitectos. Todos ellos tenían un perfil semejante, locales pequeños en el centro o en torno a él, con un vistoso logo en el umbral, abstrayendo algún paradigma del autor elegido, más reclamo que homenaje; en triste paradoja, el interior resultaba anodino, con mobiliario tipo y una generalizada falta de cuidado, algunas veces, como escaso deseo de mímesis, se acudía al recurso de algunos carteles con fotografías de construcciones del maestro de turno. Me parecían la invitación posible a una interpretación sesgada, y multidisciplinar, acerca de cuestiones diversas: apenas se ofertaba comida, ni siquiera una tapa, cabía considerar que, siguiendo algún estudio de mercado al uso, se identificaba el oficio de arquitecto con el café o la copa, o se intuía una provechosa estrategia comercial en la identificación del cliente, arquitecto o no, con esta figura y su existencia social, en aquel tiempo prestigiosa; la hipótesis era además estadísticamente sostenible, entre la clientela de los bares de la zona histórica eran muchos los arquitectos o aspirantes. Parecía plausible también otra reflexión estética ambivalente. Los gráficos de portada eran la mayoría interesantes, apoyados en el valor del emblema escogido, uno podía incluso imaginar al compañero responsable concentrando su esfuerzo en esencializar con unas líneas sobre el papel arquitecturas ejemplares ajenas, o a los parroquianos, orgullosos de reconocer el acertijo que estos caligramas planteaban amparados en un sentimiento de camaradería intelectual. El decepcionante contenido acababa desmontando la ilusión, el profesional, en pleno expediente, apenas había diseñado el espacio albergado, o nadie le había permitido hacerlo, quizás por ello su tesón en el icono, a modo de consuelo o de vínculo emocional con la estela convocada. Para algunos acaso aquí gravite el secreto de muchos bares, la irremisible decepción al caer el telón de la esperanza, pero esa tal vez sea otra historia, la verdad detrás del humo, la vida a la mañana siguiente. Al margen de la deriva narrativa, ya en esa época podía intuirse otra analogía: la fría separación entre la piel y el hueso, la vacua fachadización de nuestra sociedad o nuestra arquitectura. A mí, aquella operación de marketing, tan evidente y primaria, me producía la misma lectura dual que ahora sintetizo como un forense o en revisión psicoanalítica del pasado desde un presente desolado: yo era entonces un estudiante en sus últimos cursos, luego un arquitecto joven, cliente sólo ocasional, con algunos amigos muy proclives, eso sí, y aunque advertía las costuras casi groseras de estas empresas, la apelación a un legado me hacía sentirme cómplice y en disimulo, quizás como el propio arquitecto que los había proyectado o como pudiera llamarse a esta tarea.

En algunas de mis escasas visitas me acordaba, y hoy, que no permanece ninguno, lo hago aún más a menudo, de aquel cuento de Hemingway, hermoso, melancólico y lúcido como sus mejores narraciones breves, Un lugar bien iluminado. El escritor, maestro del género corto, de la elipsis, y de la teoría de la punta del iceberg, que en otros derroteros docentes tanto aludimos como analogía proyectual, presentaba un bar en la noche, en incierta hora de madrugada, sobrepasando el límite del cierre, un cliente bebe mientras dos camareros lo observan y conversan, con visiones muy distintas, igual que uno mismo solía mirar estos bares con sentidos contradictorios. El autor, es conocido, sabía de lo que hablaba; yo, claro está, mucho menos.

«Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.

–La semana pasada trató de suicidarse –dijo uno de ellos.

–¿Por qué?

–Estaba desesperado.

–¿Por qué?

–Por nada.»

Los dos camareros continúan hablando, el cuento avanza, tal que si nada estuviera pasando, como la vida misma, del mismo modo que una conversación en cualquier bar, imperceptible, como un buen proyecto o un buen dibujo, y en cambio, con cauces secretos, sueños y desvelos disfrazados. Uno, esforzado escribiente, de buena gana lo transcribiría entero, se callaría y dejaría así resuelto este relato o como quiera denominarse a esto. El camarero joven, con esposa y prisas, obliga al cliente anciano a pagar y marcharse. El compañero, mayor, critica su actuación. El diálogo, aquí abstraído en breves trazos, como esos edificios resumidos en las pocas líneas de un sello, es, insisto, digno de una visita por completo.

«–Tienes juventud, confianza y un trabajo –dijo el camarero de más edad–. Lo tienes todo.

–¿Y a ti, qué te falta?

–Todo; menos el trabajo.

–Tienes todo lo que tengo yo.

–No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.

–Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.

–Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café –dijo el camarero de más edad–, con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.

–Yo quiero irme a casa y a la cama.

–Somos muy diferentes –dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa–. No es sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.

–¡Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.

–Tú no entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también, ahora, las hojas hacen sombra.

–Buenas noches –dijo el camarero más joven.

–Buenas noches –dijo el otro.»

Y prolongaría la conversación consigo mismo en un final emocionante.

No había nada memorable en aquellos bares, como sí pudiera encontrarse por contraste en algunos de los edificios que evocaban. Siza, Souto, Mies, Gehry, Ando, Isozaki. Y sin embargo, en este presente entumecido, los evoco como espacios confortables, bien iluminados, en algunos de ellos, pasé momentos felices en un tiempo todavía más feliz, con muchas esperanzas y muy pocas ilusiones desvanecidas. Me apena que ninguno haya sobrevivido, pese a la reticencia con que pudiera seguir mirando la sombra empresarial tras esas campañas. Junto a ellos, también fueron cerrando otras tantas historias en otros tantos recintos vecinos, susceptibles de relatos paralelos. En aquella época todavía vivía con mis padres, su casa estaba junto a otro bar de esta serie acabada, Le Corbusier. No me sería difícil dibujar la media sonrisa, por todo lo dicho, que debí componer la tarde en que paseando por la acera observé cómo colocaban el cartel. Había ido curioseando la obra desde el exterior en las semanas previas, pronto comprendí que se trataba de un bar, lo que atisbaba tras el cristal no me parecía reseñable, pero al ver el rótulo en la pared, todo alcanzaba la misma resignificación que con otras piezas de la serie en curso, y el interior insulso cobraba una cierta explicación. Era otra prueba más de lo ya expuesto, lógica empresarial, futilidad y pretenciosidad, también corporativismo gremial inocente, sueños sin mancha todavía. Viví tardes gratas en aquel escenario, en sordina encontraba un halo narrativo en poder decir que vivía en la calle del Le Corbusier.

La interpretación anterior, ya entonces con un desencanto larvado, resultó, como el lector informado puede dar fe, incompleta y poco honda, cuando podía haber resultado tan profética. El supuesto glamur de nuestra práctica, incluso de nuestra sociabilidad, para qué recrearse, se fue deshilachando, o más bien quedó sepultado, y la profesión, en proceso de demolición, pasó a ocupar los diarios por otras causas menos festivas. Esos bares fueron cerrando. En remedo nerudiano podríamos escribir esta noche que nosotros los de entonces tampoco somos los mismos. Los amigos que los frecuentaban iban haciendo la crónica de este rosario: ha cerrado el Siza, ha sucumbido el Souto, ha caído el Mies. También habría de desaparecer el Le Corbusier y yo sería testigo. Ya no vivo en esa calle (resido junto al solar del primer concurso y casi único en que resulté premiado como arquitecto; un segundo premio, como la canción, que construyeron otros) pero visito a mis padres con frecuencia, con más asiduidad en cualquier caso de la que acudo a los bares. La impresión de ver el local cerrado me producía desazón, evidente símbolo cruel, de nuevo casualidad o signo de los tiempos. Durante meses el rótulo quedó suspendido allí pese a que dentro no había ya un interior apático sino simplemente vacío. El tipo que diseñó el logotipo no había querido elegir ningún edificio de Le Corbusier, era una decisión comprensible. En su lugar tomó como fetiche sus gafas, las mismas de las que tanto hemos escrito y así lucieron ancladas en aquel muro, durante la vida útil del bar y algún tiempo después.

En muchos manuales se estudia que Le Corbusier fue un arquitecto de la mirada, construyó su arquitectura con imágenes que se encadenaban con una sintaxis narrativa al servicio del relato arquitectónico. A Luis Fernández Galiano, en un título revelador, La mirada de Le Corbusier, he podido leerle que en el ojo del maestro, pues perdió muy joven la visión binocular por un desprendimiento de retina, se reunían varios ojos distintos: el omnividente de los antiguos libros, el inquisitivo de la ciencia moderna, el fragmentado del artista de vanguardia. En coherencia con su mirada arquitectónica y posesiva, desde el vidrio de sus lentes, transitó todas las escalas, dominando el espacio como el ojo divino, gobernando el paisaje con la visión objetiva del científico, enmarcando vistas en secuencias de montaje como en una exposición total. En trasunto literario, por qué no, es pertinente identificar en su obra tres perspectivas que se amalgaman en una sola: la analítica, la poética y la narrativa. En definitiva, en la sinécdoque de la montura de sus gafas en aquel muro se sublima todo eso, que vertebra el pasado siglo, el mismo que podría glosarse en el elenco anterior de arquitectos que merecieron ser ascendidos al rango empresarial de la nomenclatura de un negocio. Algunos retratos nos han enseñado que Le Corbusier solía mirar sus bocetos al trasluz, como el pintor que nunca dejó de ser al mismo tiempo, dibujaba sus plantas como creaciones puristas, y supo elevar esta máxima a la categoría de punto esencial de la arquitectura moderna, dándole de paso un nombre en cuya lírica apenas se repara, planta libre, como antes se lo había otorgado a él mismo, porque fue además un excelente narrador de su figura, en su propio pseudónimo perdurable.

Me subyuga que esta mirada, exaltada aquí como en tantas otras fuentes, fuese en realidad anómala, un privilegio de los raros. He dado vueltas alrededor del determinismo narrativo que ello implica, los hilvanes que acaban entrelazando la vida con la obra, igual que aquella tarde yo parecía entretenerme en el azar complaciente de vivir en la calle del Le Corbu. Hace poco he sabido que Richard Neutra también estaba aquejado de una extraña disfunción, poseía diferente capacidad visual en cada ojo. En una Introducción a la arquitectura, aprendí de Fernando Agrasar esta fascinante conjetura: dicha circunstancia pudo convertirse en una experiencia desde la que el maestro construyó su obra. El doctor había prevenido a sus padres: no le permitan estudiar arquitectura, hay que dibujar mucho, sus ojos no lo soportarán, son desiguales y no funcionan en armonía. En su autobiografía, cuyo título subraya esto que ahora planteo, Vida y forma, el arquitecto lo explicaba así: la mayor parte del tiempo veía y trabajaba con un ojo, el derecho si se trataba del detalle preciso y minucioso, o el izquierdo si quería abarcar toda la composición; la mente oscilaba entre un intento de comprensión total, un enfoque general e integrado y el perfeccionismo minucioso. A menudo el alma se preguntaba cuál de estas visiones era la auténtica. Quede apuntada esta investigación cautivadora: estudiar sus obras rastreando la genealogía de esta doble visión. Creo que Neutra nunca fue ascendido a los altares de los bares sevillanos, pero su apellido, junto al doble sentido en castellano que acoge como adjetivo, sí sirvió para dar título a una revista, la del Colegio de Arquitectos, que en una época pretérita hasta pude codirigir junto a dos colegas; hoy, por supuesto, esta bifurcación también resulta coherente, la edición está clausurada hasta nuevo aviso, pese al meritorio trabajo que hicieron quienes nos relevaron al cargo de ella. Volviendo al surco narrativo y vivencial: mi padre, que no era médico sino arquitecto, en un alarde adivinatorio, quiso a su vez disuadirme de estudiar arquitectura, ninguno de los dos sabemos si hicimos bien en lo uno y en lo otro, como si el alma se preguntara, igual que Neutra. Hay otras derivadas en esta literaria fusión de subjetividad y presencia: la belleza que late detrás de los funcionamientos que no están en armonía, raíz misma de la renovación del lenguaje del siglo XX, como si hubiese una razón sanitaria, además de estética, tras las formas; o la justificación profunda de nuestra perpetua visión dual, entre lo universal y lo local, entre lo general y el detalle, entre un ojo y el otro. El lector recurrente habrá podido atender ya a muchas, demasiadas, explicaciones nuestras basadas en binomios en continuidad indisociable, polos unidos por un mismo vector que recorremos en sentidos cambiantes; este mismo texto no es sino otra más, construida a partir de la lectura dual y agridulce sugerida por aquellos bares o por el desengaño de nuestro apasionante oficio en esta pesada coyuntura (esta misma declaración que habría de ser y lo es de amor por nuestra actividad, se tiñe aquí de grises).

Y pese a todo, allí seguían las gafas, en silencio y alentando al trasluz esta especulación de un siglo. Hace unos meses, mientras caminaba una vez más por su puerta, vi que estaban retirando el letrero. Me quedé allí, parado, sin saber qué decir mientras los obreros me escrutaban con recelo, supongo que igual que el camarero joven observaba a aquel cliente con aire de Hemingway anticipado, los retratos se encadenan. Me atrevo a decir que la estampa era conmovedora. Me dediqué a fotografiar el proceso, no me ha aventurado nunca a enseñarlo tan literalmente en clase, por pudor social y propio que ahora desahogo, aunque alguna vez sí he referido el hecho a mis amigos, aquellos asiduos visitadores de este y otros bares de la saga. Qué curioso resulta releer el cuento de Hemingway, el pasaje sobre la dignidad y el trabajo, la humanidad en las reflexiones del camarero, que además interpretaba una declaración vocacional entre líneas que encuentro cercana. En mi sucesión de fotogramas resonaba la crónica de una muerte anunciada, el cierre uno a uno de esos bares, la ruina desnuda de una profesión. Si hay un cauce narrativo que nos da sentido, uno quisiera que pronto abrieran bares así en alguna parte, tan solo bien iluminados, y si es posible, y pese a otras contrapartidas de mercado, con alguna coartada intelectual.

Había un bello texto de John Berger, La única máquina de habitar, que empezaba así:

«Era día de mercado en la ciudad vecina, cuando leí los titulares anunciando la muerte de Le Corbusier. En esa ciudad francesa, polvorienta, provinciana y completamente comercial, no había ningún edificio que señalase la influencia de su obra, pero me parecía que la ciudad era consciente de su muerte. Quizás sólo porque, para mí, esa ciudad era la extensión de mi propio corazón. Pero los impulsos de mi corazón podían no estar solos; había los de otra gente, leyendo el periódico local en la mesa del café, quienes, con la ayuda de Le Corbusier, también habían entrevisto el ideal de una ciudad construida a la medida del hombre. Mientras vivió, siempre parecía haber una esperanza para que cualquier ciudad pudiera ser transformada a mejor. Paradójicamente, esa esperanza surgía de su máxima improbabilidad. Le Corbusier, que fue el arquitecto más práctico, democrático y visionario de nuestro tiempo, había tenido escasas oportunidades de construir en Europa. Los pocos edificios que puso en pie fueron todos ellos prototipos de series que nunca serían construidas. Él fue la alternativa para toda la arquitectura que hay a nuestro alrededor. La alternativa sigue, claro está. Pero parece menos apremiante. Su insistencia ha muerto.»

Tampoco a Berger, como a Hemingway, podría yo superarlo. La suya era una rica reflexión ante la muerte del arquitecto, y asimismo una elegía por ciertas cosas que no fueron, proclamación en suma de la medida del hombre, se mire como se mire. Es taumatúrgica, al menos, la puerta abierta a un futuro para la arquitectura y para la poesía. El ensayista daba cuenta de su visita, tributo póstumo, a algunas obras de Le Corbusier, la última de ellas dedicada a la casa, junto a un bar, otro, en la cala en que murió, final entre la lírica y la épica; de nuevo la dichosa tendencia a la dualidad.

«Si se sigue un sendero entre matorrales a lo largo de la vía férrea, al este de la estación de Roquebrune, llegas a un café y hotel construido de madera y techo ondulado. En muchos aspectos es una barraca, como cientos de otros edificios a lo largo de las playas de la Côte d’Azur –un cruce entre casa de botes y escenario de pacotilla. Pero este fue construido de acuerdo con los consejos de Le Corbusier, porque el patrón era viejo amigo. Algunas de las proporciones y el esquema de colores son manifiestamente suyos. Y en el muro de madera del exterior, frente al mar, pintó su emblema del hombre de seis pies de alto, que hace de módulo y mide toda su arquitectura. Nos sentamos en la terraza, de suelo de tablas de madera, y tomamos café. Mirando al mar, abajo, me pareció por un momento que las olas, apenas visibles, que semejaban temblores rizados, eran el último signo del cuerpo que se había hundido ahí, una semana antes. Me pareció por un momento como si el mar pudiera darle mejor reconocimiento que la arquitectura de diques y rompeolas. Una patética ilusión.»

Esta conclusión vuelve a reconfortarme, en ella entreveo, tergiversación aparte, muchas conexiones con este escrito, salvando muchas distancias; el bar que sí siguió algunas claves del maestro, el emblema atrapando otra realidad trascendente; que todo esté a punto de cerrar; y sobre todo, el signo de un cuerpo o unas ideas tras un gesto, si alguien sabe mirarlo, pese a las anomalías. Algunas de las fotografías que he tomado desde entonces muestran la huella de las gafas en el muro de mi antigua calle. Nadie adivinaría que bajo el cartel que hoy anuncia una academia cualquiera, síntoma de alguna enseñanza de mercadotecnia, hay el vestigio de una marca, como las hendiduras en el mármol acusan el paso de los siglos, la de las gafas de Le Corbusier. Su forma es de sobra conocida, dos círculos que han iluminado tantas otras variaciones circulares. En Le Corbusier y los libros encontré una fotografía que muestra, como si fuesen moldes para stencils, el abecedario completo a modo de plantillas para rotular sus planos, las marcas de tinta negra superpuestas capa tras capa en los bordes reflejan por inversión los cientos de planos con arquitecturas para todo el mundo, posibilidades para un mundo mejor que Berger alumbraba. La fotografía de esta plantilla quizás sea la única imagen que de forma simultánea pueda dar cuenta de tantas arquitecturas por el mundo, suyas y de otros que le siguieron o lo intentamos. La arquitectura es necesaria y deja huella, como los bares que celebraba el veterano camarero. A menudo nos hemos preguntado cuántas formas de hormigón puede haber generado cualquier tablero, esta sería una reflexión de índole semejante. Existe otra imagen que en esta licencia poética también puede resumir todo eso, la de la marca indeleble de sus gafas, casi imperceptible, allí todavía presente en el lugar en el que yo vivía.

Ángel Martínez García-Posada

Este texto es un avance del libro Variaciones Circulares editado por Vibok Works y cofinanciado en Book-a.net. Desarrolla además el capítulo final de la clase de apertura del curso "Acciones Comunes", organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y la Fundación Valentín de Madariaga, y dirigido por Ángel Martínez García-Posada junto a María González y Juanjo López de la Cruz.